Espacios

Sin poesía no hay ciudad

«Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse en cambio, como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarles las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte.»

Walter Benjamin

POR FIN TE HE ENCONTRADO

«Callejero Pirata» -Córdoba-

 

¿Hace la ciudad al habitante o, por el contrario, es el habitante el que hace la ciudad? ¿Quién se subordina a quién en esta dual lucha por la permanencia en la memoria colectiva?

Resulta paradójico el hecho de que sea el propio ser humano el creador de las ciudades y, en muchas ocasiones, que sea también él mismo quien, en algún momento indeterminado en el tiempo, empiece a sentir cierta hostilidad contra ella. Desde que el hombre es hombre, resulta una realidad palpable su irrefrenable tendencia a verse reflejado estéticamente en aquel lugar en el que convive en sociedad, quizás por simple angustia vital ante lo efímero de la existencia o tal vez por sentirse como algo más que un mero pasajero en una estación de tren, aun estando en su propia casa. La forma de rehabilitar edificios públicos, el emplazamiento de los nuevos negocios, el modo y lugar de colocación de las vallas y carteles publicitarios, el uso milimetrado de los solares para construir nuevas viviendas, nuevas carreteras, nuevas autopistas… Todo ello puede provocar -y de hecho lo hace- divergencias de opinión entre los ciudadanos, haciendo que a algunos les sea imposible identificarse con el espacio que habitan. La tarea de humanizar el entorno actual se hace, a mi entender, más que necesaria.

Así, el paso de una “ciudad genérica” a una “ciudad de la diferencia” (Rem Koolhaas, La ciudad genérica, 1994) se hace cada vez más difícil en un mundo caracterizado por la instantaneidad y la modernización constante, sin fin, del espacio público. Ello no hace sino desembocar en una pérdida de identidad y de historia, en favor de una mayor exaltación del “presente”. Y digo “presente” y no presente porque, como todo, si algo caracteriza a la realidad es su esencia subjetiva.

Sin embargo, como dijo Kant, el espacio público es el espacio de consenso y, como más sabe el diablo por viejo que por diablo, desde los años 60 del pasado siglo hemos venido presenciando la explosión del street art, arte callejero, arte urbano…, un fenómeno que, sin duda, ha revolucionado los parámetros bajo los que antes se valoraba el arte y también la forma de mirar los pequeños rincones de la ciudad. La ciudad necesita “lugares” (en contraposición a los “no-lugares” de Marc Augé) que humanicen el entorno y posibiliten la identificación del individuo, e iniciativas como la ya internacional “Acción Poética” o el “Callejero Pirata” de Córdoba se los proporciona. Si paseamos por una ciudad y nos encontramos con una valla publicitaria que anuncie cerveza, entraremos en la cuarta dimensión del espacio público. Si, por el contrario, nos encontramos con paredes llenas de inspiradoras frases del tipo “Por fin te he encontrado”, “Quiero perderme”, “Prohibido volver atrás”, “Un alto en el camino”, “Tragos de luz para alegrarse la vida”, “Es la hora perfecta para empezar a soñar”… (extractos de frases de ambos proyectos) puede que nuestra perspectiva del espacio que nos rodea cambie –y de hecho lo hará- de un modo paradigmático, entrando en una suerte de quinta dimensión en la que podremos apartarnos de la ciudad que nos es dada, abriéndose la posibilidad de, aunque sea por un momento, construirnos a nosotros mismos.

Ahora bien, esta que he denominado “quinta dimensión” no emerge de la nada, sino que detrás de las iniciativas mencionadas están los autores que las llevan a cabo aunque, como ocurre en los citados casos, la esencia del proyecto sea anónima –“Callejero Pirata”- o colectiva –firma como “Acción Poética”-. En su ensayo de 1968 (“La muerte del autor”), Roland Barthes señalaba ya el hecho de que “darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura”, subordinando la obra, por consiguiente, a la figura de quien la lleva a cabo. Sin embargo, nada más lejos del efecto que estas intervenciones puedan tener en el ciudadano que las contempla ya que, como muestras carentes de firma individual, no se nos hace necesario efectuar un triple salto mortal para acceder directamente a la obra en sí, sin riesgo de que se nos coloque un prisma a través del cual habremos de apreciarla. Disfrutamos, casi sin saberlo, de una muestra de arte sin intermediarios en la cual, llevando más al límite aun si cabe los preceptos de Duchamp, el arte es valorado por su contexto.

Quizás sea por ese halo de misterio que envuelve las frases-versos, o quizás por su carácter abierto que permite adaptar su contenido a la historia personal de cada uno. Tal vez es algo meramente sentimental –para los sentimentales- o puede que sea la capacidad de identificarse con iniciativas anónimas la que nos catapulte a ese universo de colectividad, en el cual todos tenemos un nombre escondido bajo el anonimato de la ciudad contemporánea. Lo que sí es cierto es que, cuando los planetas se alinean y tu horóscopo coincide con el mes en el que te encuentras, lo urbano emerge de las ruinas y hace posible que, después de todo, el ciudadano de a pie disfrute caminando.

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