Imagen/Redes

YO LO VI

El texto que sigue no mostrará ninguna de las imágenes que lo han motivado. Con esta restricción pretendo poner en marcha un doble ejercicio: por un lado, orientar la escritura misma; por otro, retar el tráfico del dolor al que diariamente nos vemos arrojados.

Unos mueren, otros matan y el resto mira. Ser espectador de calamidades que tienen lugar en otro país, escribe Susan Sontag, es una experiencia intrínseca de la modernidad. Sobre esta afirmación, me propuse trazar una breve genealogía de ese “resto que mira”. Mi punto de partida es el obligado: Goya. Comienzo con uno de los grabados centrales de Los desastres de la guerra, el número 44, cuya leyenda reza “Yo lo vi”. Lo escogí, precisamente, porque Goya no lo vio, porque mintió para decir la verdad; no lo vio, pero pintó como si estuviera viendo y nos colocó para siempre en el lugar del testigo. Con todo, Goya fue una isla y sus imágenes del dolor ajeno, una excepción en la historia del arte. 

Goya. «Yo lo vi». Desastres de la guerra, 1810-1815 (44/82). La huida de la población civil ante el avance de las tropas francesas durante la guerra de la Independencia (1808-1814)
Forensic Architecture. Una ‘orden de evacuación’ del 8 de diciembre de 2023 dirige a los civiles palestinos hacia zonas destruidas o gravemente dañadas. Las zonas señaladas como ‘seguras’ por el ejército israelí carecían de acceso a las provisiones básicas para la supervivencia.

Continúo con Roger Fenton y sus fotografías de la guerra de Crimea (1853-1856), la primera registrada por la cámara. Fenton no mintió –efectivamente, estuvo allí, lo vio–, pero sus imágenes apenas rozan la verdad de la guerra: bajo las instrucciones del Gobierno británico, sus fotografías debían excluir a los muertos, los mutilados y los enfermos. La preparación química de cada imagen por separado en un cuarto oscuro y los quince segundos de exposición limitaban igualmente el repertorio. El resultado es el de una guerra donde nadie muere, nadie mata y todos miran, al menos a la orden del fotógrafo. Hay, sin embargo, una imagen en la que Fenton consigue, sin desobedecer las normas impuestas, decirlo todo sin mostrar nada más que un camino lleno de baches y balas de cañón: el 25 de octubre de 1854, en ese mismo camino, fueron emboscados seiscientos soldados británicos. La tituló “El valle de la sombra de la muerte”. Los primeros soldados muertos serán fotografiados por Mathew Brady y su compañía en la guerra de Secesión de los Estados Unidos (1861-1865). Ellos también vieron y, aún más, vieron lo suficiente como para buscar un sitio más fotogénico donde colocar el cuerpo sin vida de un soldado. Con estos ejemplos, me gustaría recordar que la mentira no siempre miente y que la verdad pocas veces se dice.

Roger Fenton. The Valley of the Shadow of Death, 1856
Thomas C. Roche (anteriormente atribuida a Mathew B. Brady). Dead Confederate Soldier at Fort Mahone, Petersburg, 1864

Me permito ahora la licencia de dar un salto temporal hasta 1968. Vietnam pasa a ser la primera guerra televisada. Fue también una de las primeras en que las fotografías de civiles masacrados, poblaciones bombardeadas y torturas asaltaron la opinión pública occidental, es decir, la de “ese resto” que siempre mira. Desde entonces, la guerra ha ocupado nuestras pantallas: televisión, ordenadores, móviles. Pienso que Fellini acertaba al comparar el mando a distancia con un arma que elimina los rostros que uno no quiere ver y las palabras que uno no quiere oír. Arma en mano, afirma el director, nos hacemos más impacientes, indiferentes, distraídos, racistas; la posibilidad de pasar de una película a un concurso de cocina es, quizá, divertida; la de pasar del telediario que da parte del número de muertos en la franja de Gaza a un documental sobre el leopardo es, sin duda, terrible. Horror y entretenimiento conviven en un mismo espacio.

Esta situación ha sido llevada al límite en nuestros teléfonos móviles. Basta que deslicemos nuestros dedos para pasar de una imagen a otra. Me pregunto si, desde el momento en que las acariciamos, es posible que las imágenes del dolor de los demás nos sacudan. Me pregunto, también, por el sentido –en su triple acepción: sensibilidad, dirección y significación– de “compartir” el vídeo de un niño rogando el final de una guerra que no entiende. Me pregunto si “compartir” no es sino otra forma de extender la violencia que explica la posición del que mira y siempre ha mirado.

Deja un comentario