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Coolturalmente


   Viajar a Budapest supone visitar veinte cultura distintas en una ciudad de casi dos millones de habitantes. Mientras estás en un tranvía al más puro estilo años 50, una mujer con burka se sienta a tu lado y en perfecto inglés le pregunta al revisor húngaro dónde debe bajarse para ir a la embajada española. La gelateria de la esquina es frecuentada por nosotras y  por un alemán que bebe sangría. Pedimos un café vienés y nos preguntamos mientras le damos un sorbo si iremos a las termas esta tarde.

Finalmente, a pesar del cansancio, nos dirigimos a ellas caladas por la lluvia hasta los huesos. Llegamos y corremos entre gritos hacia el agua caliente. Los húngaros nos miran mal, porque creen que los españoles somos ruidosos. No nos importa demasiado.

El choque cultural parece diluirse con el vapor de los baños. Los japoneses se arremolinan entre las escaleras, los franceses estan chillando-aunque menos que nosotras-. Comentamos lo extraño que es ver a tanta gente con pieles difernentes casi desnudas en el mismo lugar. Nos agrada ese ambiente.

Sin embargo, esa sentimiento de «estar tan cool«, como comenta una mexicana, se esfuma cuando pedimos a una persona desconocida si nos puede sacar una foto. Como no tenemos móviles sumergibles, le explicamos en inglés chapucero a una mujer húngara si nos la puede hacer con el suyo y enviarla a nuestro Instagram. Le dedica unas palabras a su marido, quien parece estar de acuerdo y, con acento impecable, responde: Sorry, but no.

Las dos nos quedamos con cara de tontas mientras la mujer se aleja nadando. En nuestra cara se derrumba por unos segundos el velo de felicidad internacional. Pero eso no nos detiene en nuestra búsqueda de recuerdos fotográficos (y aunque no formara parte de nuestra intención principal, de pescar likes en la redes). Escuchamos un inconfundible y ruidoso ajetreo y sonreímos al saber que la victoria es nuestra: españoles a la vista haciéndose selfies.

   Tanteamos el terreno y nos acercamos flotando como focas esperando por una sardinilla después de hacer un truco. Les pedimos educadamente si nos pueden sacar la foto y todo el modus operandi debido a que tenemos móviles cutres. Aceptan de mil amores. Entablamos una conversación desenfadada y les contamos nuestra experiencia con la señora húngara que se negó de forma contundente a ayudarnos. Una de las chicas españolas asiente con fervor y nos dice:

«Sí. Es que aquí la gente es muy racista»

   Yo me quedo pensativa unos segundos. ¿Es posible que yo, mujer blanca heterosexual de un país occidental bastante privilegiado, pueda ser discriminada a nivel cultural?

   Mi amiga, que lleva aquí viviendo un tiempo, asiente. Yo la miro de reojo, porque se que es una persona sabia a la que podré taladrar con mil preguntas luego.

   Mientras nos secamos en el vestuario, como nadie entiende una palabra de lo que decimos, la asalto. Ella me responde de forma tranquila que sí, que el racismo está bastante acentuado, y que se debe a que en Hungría existe una cultura muy cerrada por su pasado hostigado. Se ríe y añade que también por el clima. Me cuenta además que una vez una de sus amigas húngaras le confirmó que jamás se casaría con un extranjero.

   Yo le digo que, por mi parte, los occidentales de los países ricos somos bastante «hipócritas coolturalmente«. Que juzgamos lo diferente siempre que no está a nuestro nivel cultural en cuanto a avances, principios y poder se refiere. Que todo es buen rollo hasta que vemos que las diferencias van contra nuestros valores y nuestra moral.

   Y entonces ella me responde, mientras caminamos por la Plaza de los Héroes, plagada de banderas de distintos países con pancartas abigarradas que abogan por la paz:

   «¿Crees que se puede juzgar con los mismos valores éticos y morales de occidente a una persona de una cultura profundamente distinta?»

  

  

  

  

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