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15 MINUTOS DE GLORIA: la extensión desmedida del yo.

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I’m a loser baby, so why don’t you kill me?

Loser, Beck.

Ni el artista medieval fue tan anónimo, ni el creador contemporáneo merece un altar. Si Andy Warhol no estuviese muerto tendría que rendir cuentas con el presente, explicar a quién le ha robado los muchos más de 15 minutos de fama de los que disfrutó en vida y disfruta desde la tumba. Y es que casi tres décadas después de su muerte, abro el periódico una mañana y me encuentro que la cara de Mao, serigrafiada en rojo y amarillo, ha alcanzado más de medio millón de euros en una subasta de la prestigiosa Sotheby’s londinense.

Esto ocurre en 2014, cien años atrás comenzó la I Guerra Mundial y hace medio siglo menos Warhol se enfrentaba a la defensa de su obra Thirteen most wanted men, un mural de grandes dimensiones que combinaba los retratos de trece delincuentes. En ese diálogo entre pasado y presente que establecen los aniversarios, el Queens Museum of Art de la ciudad de Nueva York prepara una muestra cuyo motivo central son las veinte pinturas que generó, en 1964, aquel afiche polémico.

Tengo que confesar que cuando me siento a escribir, mis ideas acerca de la personalidad artística están ya formadas. Lo que me resulta complicado es encontrar un ejemplo que las encarne, no porque me falten, sino porque a los perdedores no debería permitírsenos alzar la voz contra el ego.

 Allí donde la gallina y el huevo, el creador y la obra. Uno no puede existir sin el otro, aunque la relación causa-efecto se diluya. Lo importante aquí es que el artista nos hace ver el mundo con sus ojos y esa capacidad de descubrirnos la esencia es lo que, excusándome ante Schopenhauer, pongo en duda. Mi indecisión no parte de un problema de representación, sino de lo que ella genera en el espectador. ¿Qué ocurre con el granjero que cría a la gallina, que recoge el huevo y lo utiliza?

Una vez creada la obra, para mí, lo lógico y humano sería dejar que ella misma tomase el protagonismo necesario, se relacionase con el público. Sin embargo el artista se vuelve icono o símbolo y, como tal, participa del mismo análisis que su producción. A los genios no les basta con la realidad presente, quizás por eso se proyecten hacia el futuro y vivan mirando por encima del hombro a la vida, a través de ese velo de inmortalidad que los ampara, pero también separa, de la existencia. Lo que sucede entonces es que el espectador, ya no el crítico, que con ojos tiernos se acerca a esa creación casi divina, se quema las córneas por el reflejo de la estrella.

El problema de muchas de las piezas de arte actual es que adolecen de un terrible complejo de Edipo, viven tan vinculadas a sus creadores que se derriten sin su estela. El movimiento continuo hacia el sujeto me remueve, porque el artista contemporáneo resplandece por su egolatría. El problema de la identificación del artista con el genio le hace entrar en un terreno paralelo al de la humanidad. Porque el arte parece no ser humano, por el simple hecho de que no todos nosotros estamos capacitados para expresarlo de modo que permanezca en el tiempo, o conecte con los sentidos de los demás.

No es que muerto el mito, muerto el arte; los siglos de historia tamizan la celebridad y establecen lazos más fuertes entre la creación y la sociedad en la que esta se inserta. Nos falta perspectiva ante el arte contemporáneo y no debería tropezar con la misma piedra de escepticismo con que otros miraron lo que hoy se asienta como ejemplo determinante de la producción humana. Si todos fuésemos perdedores no habría arte, o esta se habría agotado mucho tiempo atrás.

Es cierto que el autor contemporáneo tiene una difícil relación con la fama,  a veces es incluso fructífera porque la crítica negativa le otorga al artista una defensa que lo ensalza, aunque sea por oposición. Lo que me parece terrible del narcisismo en el creador es que también perdura en los siglos. Él necesita de los demás, pero no lo admite, o quizá, no lo sabe. Que nadie me comprenda mal, no odio el arte contemporáneo y tampoco al artista, no presumo de mi humildad y acudiré a los museos seguramente con más frecuencia que al templo. Trato de acercarme al arte con ojos profanos y entiendo que el espejo siempre está ahí, pero no es necesario mirarse tanto.

3 pensamientos en “15 MINUTOS DE GLORIA: la extensión desmedida del yo.

  1. »Una vez creada la obra, para mí, lo lógico y humano sería dejar que ella misma tomase el protagonismo necesario, se relacionase con el público», me ha gustado mucho esto que dices. Algo parecido, y que a mi me parece fundamental, escribía Rosalind Krauss a raíz de una fotografía de Florence Henri: »Afirmar que las obras de arte son objetos intencionales equivale a afirmar que cada fragmento de ellas se concibe por separado. No comparto este positivismo ni este punto de vista acerca de la consciencia, y por ello no tengo el menor reparo en utilizar un método comparativo para liberar a esta imagen del dominio protector de la »intención» de la señorita Henri y abrirla, por analogía, a una amplia gama de experiencias»

  2. Me alegro de que lo veas así, tenía miedo de no haberme expresado bien. Precisamente esto que dices sobre Rosalind Krauss es algo que me parece muy importante. Para mí la obra de arte está vinculada con el artista, pero entiendo que de un modo similar también se relaciona con el público que la acoge. Si sólo tenemos en cuenta la «intención» del creador, la visión de la obra será siempre fragmentaria.

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